Anselmo era el gourmet del
bufete. Repasaba las leyes una y otra vez, las mimaba, las paladeaba, las sabía
de memoria. El juzgado olía a pintura rancia; los muros se habían retocado
recientemente y sufrían, cómo no, los efectos de la crisis.
Mientras el juez interrogaba a
los niños, el acusado, nervioso, miraba la cenefa gris que coronaba la sala
intentando evadirse del momento. En un descuido utilizó la bocamanga izquierda
para limpiarse el sudor. Entonces, Anselmo hurgó en su maletín hasta encontrar,
en un revoltijo de cachivaches, aquello que obligaría a confesar al
delincuente.
El abogado miró fijamente al
juez, mostró el objeto y sentenció:
-
Presentaremos apelación y esta será nuestra
prueba.
La marca de la cuerda en la
peonza evidenciaba que nunca había girado en sentido contrario a las agujas del
reloj. Eran las 12 en punto.
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