Del ver al vivir
Nada me parece más absurdo que visitar Paris o Florencia de la mano de una agencia de viajes. Como si el Louvre o Los Médicis pudieran computarse en un horario determinado, como si tuviéramos alguna idea de lo que nos vamos a encontrar por mucho que hayamos enredado en Internet.
Aprendí con el tiempo que hacer turismo es una cosa y viajar es otra, que ver un país en nada se parece a vivirlo; es decir, sentirlo, paladearlo, degustarlo como se cata un buen vino o gustarlo como se saborea un plato de arroz a la manera de cada cultura.
Y fue esta metáfora, aprender a viajar, la que cambió mi forma de ver por mi forma de vivir: oír, probar, oler, sentir. No se conoce Francia por haber visto la torre Eiffel ni Nueva York por tener una foto junto a la Estatua de la Libertad. Cuando viajéis, les dije a mis alumnos del curso de fotografía digital, dejad la cámara en casa y ved las cosas con vuestros propios ojos; la mayoría de la gente viaja y lo más que vislumbra es el visor de la propia cámara. Y se recrean visionando las imágenes de aquello que les entretuvo los segundos necesarios para hacerlas. Dejaron de ver la Torre de Pisa en la pantalla de su PC para verla a través de su último artilugio digital. A su lado ocurrían miles de historias pero su cámara les impidió verlas.
Puedes visitar en Roma la mismísima plaza de San Pedro y obviar al cura iraquí que, ocioso, se detendría a hablar contigo sobre cualquier cosa, siempre interesante, si no fuera porque estás detrás de tu cámara y no aciertas a divisar su mirada. Habrás perdido la oportunidad, entre otras, de tener escrito de su mano el Padrenuestro en arameo, “la langue de Jesu”.
Vimos y vivimos la Marcha "negra”
Veinticuatro horas dan para mucho, sobre todo cuando estás rodeado constantemente por más de doscientas personas que, ante todo, son doscientas historias. La mayoría de ellos- los protagonistas-, mineros; algunos periodistas, algunos políticos y sindicalistas venidos a más – los más a menos-, y algún que otro curioso. Al margen, los que buscaron la foto o dieron el titular y salieron huyendo porque “esta no es su guerra”, como si uno pudiera abstraerse de cualquiera de las “guerras”, e incluso guerras, que hay en el mundo.
Más de trescientos kilómetros en sus pies, fatiga, esperanza, desesperanza; sentimientos que se entremezclan en una amalgama maldita que no les deja dormir si no fuera porque puede más el cansancio que la cabeza entretenida. Una foto de Santa Bárbara y un texto: “Solo nos arrodillamos ante ella”; un casco: “Mi padre también fue minero”, otro casco con la foto de una niña, una hija; muchas camisetas que redundan en frases escritas para la “lucha”: “Nos quieren quitar todo”; “No somos terroristas”…
Peregrinaje de negrura, de sombra que recorre la estepa castellana que arde bajo el sol de estío; caminar firme y ligero con la mirada puesta en la meta. Se apoyan, la música sobre todo es terapia, en cantos que mitigan su dolor, el de sus pies y el de su corazón.
Asturias, León, Teruel, quedan cada vez más lejos. Abandonan a sus madres, a sus hijos, su tierra y su sol para, algún día, reencontrarse con ellos y decir: “Valió la pena”.
Doscientas historias que nos redimen de nuestra crueldad con el ser humano, que nos reconcilian con las personas más allá de su credo, su bandera, su mirada; doscientas gestas vividas una a una y ahora, todas, en común.
Cae la tarde. Los voluntarios han recuperado los pies dañados y, sobre todo, la confianza en el objetivo. Los periodistas, entre ellos un freelance, redactan la penúltima crónica del día. Los políticos hace tiempo que salieron a atender asuntos “más” importantes. Poco a poco se apagan las luces en el pabellón donde descansan. Se hace la oscuridad. No tienen miedo: la mina es más oscura, y más negra, y más lóbrega. De la mina salieron casi todos, de aquí no saben si saldrá alguno. Los curiosos se asomaron, los aplaudieron, hicieron la foto y volvieron a sus menesteres. Nunca preguntaron cómo se llamaban, si sus hijos iban a la escuela o quién era esa mujer que les acariciaba la cabeza mientras eran curadas sus heridas.
Y lo peor, nunca creyeron que esta “guerra” también era su “guerra”.
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