El cielo se desploma sobre la ciudad medieval. Algunos vencejos se entretienen en las esquinas del tiempo, buscando el último aliento del día que escapa entre las almenas de la muralla milenaria. Las calles se estrechan a nuestro paso, y nos recoge un aroma de siglos y piedra, y un eco de campanas que, a lo lejos, despide la jornada.
Hace algunos años que deseaba volver a este laberinto de plazas y silencios.
- El doctor no está-, masculla la criada, acompañando su voz del chirrido de la puerta vieja que se abre a mi paso. Puede pasar, si quiere. Por aquí están sus enseres, tal y como el los dejó. - Una pulmonía- dice-, ya sabe, esta es una ciudad fría.
El Doctor Alentejo era ordenado, de eso aún queda constancia. Cada instrumento, cada libro, cada pócima tiene su lugar, su espacio en las distintas alcobas. Su sabiduría queda patente en la multitud de utensilios que puedo ver mientras observo minuciosamente cada rincón. Un orden que raya la obsesión. Los libros en orden alfabético, guardando espacios para cada materia: neurología, digestivo, radiología...Sus instrumentos de trabajo también: aquí los aparatos de optometría, allá los de diagnóstico...Sin duda, solo reparar en este minucioso ordenamiento nos habla de una persona rigurosa en su trabajo, concienzudo en su tarea terapéutica.
De una alcoba a otra observo esta manía y al tiempo, las artes curativas que dominaba el Doctor. Si era experto en una materia, más destacaba en la otra. Sabía que cada paciente requería un cuidado diferente, por eso podía utilizar con igual maestría la tarantela para curar una picadura, o la cromoterapia para alterar el estado de ánimo. Su botica, repleta de fórmulas que solamente él conocía, respetaba el mismo riguroso orden. Aquí las hierbas, allá los aromas capaces de alterar una glándula, más lejos algunos botes conservaban elementos químicos que utilizaba en sus pócimas.
Una pulmonía..., pensaba yo a cada paso en este mar de objetos, algunos deslucidos por el uso, por el paso del tiempo, cubiertos todos de una leve capa de polvo, prueba fehaciente de que nadie había vuelto a manejar ninguno de ellos.
- Una pulmonía,- dije, incrédulo de que alguien de su experiencia médica pudiera irse por una pulmonía. La criada me miró y volvió su cabeza evitando mi mirada.
- Una pulmonía,- repetí, en mi intento de encontrar una respuesta. Ella asintió, como imposibilitada para decir una sola palabra.
En la alcoba contigua el Doctor guardaba algunas fórmulas y el alambique que le permitía realizar la destilación y descomponer a altas temperaturas los remedios naturales.
Ahora, la criada que tanto tiempo atendió esta casa, me seguía cabizbaja acelerando su paso, como invitándome a acabar la visita lo antes posible. Entonces volví de nuevo a la botica. Por un momento presentí que algo no estaba bien. Una y otra vez recorrí con la mirada los tarros de cerámica que guardaban las hierbas. Todos en perfecto alineamiento y ordenados alfabéticamente: aulaga, brezo, castaño, genciana....Así uno tras otro: heliantemo, mímulo, nogal, olivo, olmo, sauce...Más arriba, en la misma estantería, algunos elementos químicos: bromo, cromo,...todos de acuerdo a su símbolo químico y también en orden alfabético.
Nada me pareció extraño, es más, todo guardaba una uniformidad rayando la locura. Mis ojos repasaban cada envase, esa sucesión de elementos alineados. Por un momento creí ver un pequeño error en esta metódica colocación, comprobando que algunas letras no seguían el orden alfabético de los elementos por su símbolo químico, sino por el elemento en sí. De este modo, el antimonio estaba en primer lugar a pesar de consignarse con las letras “Sb”. No obstante, en este desorden permanecía la sucesión lógica de los elementos.
- Una pulmonía-,susurré de nuevo en voz baja. La criada parecía impasible, pero acerté a notar un cierto nerviosismo en sus manos, en sus ademanes temblorosos.
Repasé minuciosamente de nuevo cada recipiente comprobando el orden lógico en ese desorden de fórmulas. En mi mente trataba de ordenar cada uno de ellos, y observar la correspondencia con lo que tenía ante mí. Todo era correcto. Todo hasta que..., en esa interminable colección de cerámica, observé cómo uno de los tarros nombrado con la letra “S” ocupaba exactamente su lugar en orden alfabético. Alguien había tomado el azufre, posiblemente con algunos otros elementos, y al devolverlo al estante olvidó colocarlo en los primeros lugares llevado por la lógica de la letra que lo identificaba.
Acerqué la mirada y noté que este bote mantenía, en lugar del pequeño manto de polvo que lo cubría todo, la huella indeleble de unos dedos.
- Una pulmonía..., asentí con la cabeza.
Cuando me disponía a salir, en la cuarta alcoba había un esqueleto debidamente compuesto quizá por el Doctor. Un panel señalaba cada uno de los huesos, las articulaciones...
Al salir, le recordé a la criada que, ciertamente en esta ciudad el frío es despiadado y que se cuidase de no coger una pulmonía.
A juzgar por su complexión, por el tamaño de sus manos, cualquiera hubiera dicho que aquella osamenta era la del propio Doctor Alentejo.
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