sábado, 18 de mayo de 2013

Educación: más de lo mismo, pero peor.


           
Desde la Ley General de Educación (1970) de Villar Palasí, en los estertores de la dictadura, hasta el día de hoy contamos ocho Leyes de Educación. Esta retahíla de reglamentos, decretos, normas y disposiciones, suman un cúmulo de despropósitos imposible de imaginar por el hombre del Paleolítico inferior. La sucesión de incongruencias y ocurrencias ha derivado, año tras año, en unos niveles educativos más propios de un país en vías de desarrollo, siendo generosos.

             La obsesión de cada partido que llega al poder por crear una nueva Ley produce tal desconcierto en la Comunidad Escolar que, cuando aún no hemos pasado a limpio programas y proyectos, nos vemos afilando los lápices para ponernos al día con la nueva bufonada que nos regala una mayoría que se siente con derecho a todo.

             No, no pierden el tiempo en evaluarse a sí mismos, en desgranar la inconmensurable sucesión de incoherencias que han llevado este país a unas cotas de paro y pérdida de derechos sociales inimaginables. No, prefieren aventurarse en hazañas que les son ajenas, encomendándose a la iglesia católica y algunos sectores que añoran tiempos pasados que sí, fueron mejores, pero por pasados.

            ¿Cómo es posible que se sientan tan lúcidos como para elaborar una Ley de Educación en apenas unos meses? ¿Acaso dan por supuesto que ya nace con fecha de caducidad como todas las anteriores? ¿Por qué, si el ámbito educativo les es ajeno, no consultan a maestros, profesores, pedagogos, expertos? ¿Qué sector de la Comunidad Escolar es partidaria de una Ley segregadora, sectaria, clasista y desfasada? ¿Por qué ha de pedírsele, particularmente, a la iglesia católica su opinión en cuanto a educación, sanidad o programación de la televisión pública? ¿Puede la iglesia condicionar con una materia sectaria el futuro académico y profesional de nuestros jóvenes? ¿Puede la iglesia obligar a quienes no deseen cursar su doctrina a recibir otra asignatura para compensar el horario? ¿No sería más justo que ese adoctrinamiento se ejerciera fuera del horario escolar? ¿O tienen miedo de quedarse sin clientela? Si tanto presumen del porcentaje de alumnos que eligen la religión como materia optativa, por qué no se ponen a prueba impartiéndola al acabar la jornada escolar? No, no lo harán. ¿Por qué, en el colmo de la desfachatez, seguimos pagando con dinero público a un profesorado cada vez más protegido y que no ha superado una oposición como el resto de compañeros, atendiendo a los principios de igualdad y méritos?

             Una Ley de Educación creada desde los despachos, a años luz de la realidad de las aulas, nace muerta; un nuevo fiasco- y van ocho- del que nadie les pedirá cuentas cuando el fracaso escolar, el absentismo y el abandono  del profesorado  a su suerte, sigan escalando cuotas de vergüenza. ¿Acaso alguno de los Ministros de Educación, padres de Leyes que ahondaron en estos males, ha tenido la deferencia de salir a pedirnos perdón? No, y no lo harán.

             Como mucho, en alguna ocasión se han dignado en pedir opinión a “nuestros” representantes sindicales, especie protegida que abandona la escuela en ocasiones durante décadas, y a quienes la realidad educativa les sonará a música celestial.

             Déjense de zarandajas, visiten las aulas, sean conscientes de la falta de recursos personales y materiales, analicen con seriedad y objetividad la situación de nuestro sistema educativo y pónganse a trabajar con rigor y disciplina. Dejen de frivolizar con lo que debiera ser la madre de todas las reformas y el futuro de un país: la educación. Flaco favor están haciendo con estas ocurrencias, minusvalorando al profesorado, no dotándole de la autoridad que merece, y haciéndole pagar la gran estafa – que no “crisis”- en la que nos han sumido unos gobernantes que no están a la altura de la ciudadanía, al punto de convertirse en uno de los principales problemas.

             Eviten la implantación de esta nueva Ley, siéntense representantes de todos los partidos- aquellos que sepan algo de algo de educación-, déjense asesorar por los excelentes pedagogos que disponemos, pregunten al maestro a pie de aula, reorganicen de una santa vez el deslavazado mapa escolar. Tómense el tiempo que necesiten para alcanzar un consenso, propongan una Ley de Educación coherente, que realmente esté dirigida a sacarnos de este averno en el que gobiernos de uno y otro color nos han sumido, y, como estado aconfesional, dejen al margen las opiniones sectarias. Cuando hayan alcanzado ese consenso, emitan una memoria económica detallada que posibilite su desarrollo. Y alcanzado ese punto, déjennos trabajar con la seguridad de que en décadas nadie vendrá a importunarnos con “competencias básicas”, “ciudadanías y valores”, “religiones”, “procesos de enseñanza/aprendizaje”,…

             Y si no son capaces de hacer algo mejor, al menos no lo empeoren. Nosotros les seguiremos pagando suculentos sueldos a sus señorías y a sus múltiples asesores. Pero…

             ¡Por favor, déjennos trabajar y dejen trabajar al alumnado!

 

           

Javier Sánchez Sánchez

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